viernes, 20 de diciembre de 2019

Se cumplen 185 años de esta carta de Rosas a Quiroga






Carta de Rosas a Quiroga 

Hacienda de Figueroa en San Antonio de Acero, diciembre 20 de 1834

Mi querido compañero, Señor Don Facundo Quiroga.

Consecuente a nuestro acuerdo, doy principio por manifestarle haber llegado a creer que las disensiones de Tucumán viéndose colocados en aquella posición y sin poder hacer cosa alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo a beneficio suyo particular, como lo han hecho nuestros anteriores Congresos, concluyendo sus funciones con disolverse, llevando los diputados por todas partes el chisme, la mentira, la patraña, y dejando envuelto al país en un mare magnum de calamidades de que jamás pueda repararse.



Lo primero que debe tratarse en el Congreso no es, como algunos creen, de la erección del Gobierno general, ni del nombramiento del Jefe Supremo de la República. Esto es lo último de todo. Lo primero es dónde ha de continuar sus sesiones el Congreso, si allí donde está o en otra parte. Lo segundo es la Constitución General, principiando por la organización que habrá de tener el Gobierno General, que explicará de cuántas personas se ha de componer, ya en clase de Jefe Supremo, ya en clase de Ministros, y cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e independencia de cada uno de los Estados Federados. Cómo se ha de hacer la elección, y qué calidades han de concurrir en los elegibles; en dónde ha de residir este Gobierno, y qué fuerza de mar y tierra permanente en tiempo de paz es la que debe tener para el orden, seguridad y respetabilidad de la República.

El punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad y trascendencia por los celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la Corte o Capital de la República con las autoridades del estado particular a que ella corresponde. Son éstos inconvenientes de tanta gravedad que obligaron a los Norteamericanos a fundar la ciudad de Washington, hoy capital de aquella República que no pertenece a ninguno de los Estados Confederados.

Después de convenida la organización que ha de tener el Gobierno, sus atribuciones, residencia y modo de erigirlo, debe tratarse de crear un fondo nacional permanente que sufrague a todos los gastos generales, ordinarios y extraordinarios, y al pago de la deuda nacional, bajo del supuesto que debe pagarse tanto la exterior como la interior, sean cuales fueren las causas, justas o injustas, que la hayan causado, y sea cual fuere la administración que haya habido de la hacienda del Estado, porque el acreedor nada tiene que ver con esto, que debe ser una cuestión para después. A la formación de este fondo, lo mismo que con el contingente de tropa para la organización del ejército nacional, debe contribuir cada Estado federado, en proporción a su población, cuando ellos de común acuerdo no tomen otro arbitrio que crean más adaptable a sus circunstancias; pues en orden a esto no hay regla fija, y todo depende de los convenios que hagan cuando no creen conveniente seguir la regla general, que arranca del número proporcionado de población. Los Norteamericanos convinieron en que formasen este fondo de derechos de aduana sobre el comercio de ultramar, pero fué poique todos los Estados tenían puertos exteriores —no habría sido así en caso contrario, porque entonces unos serían los que pagasen y otros no. A que se agrega que aquel país, por su situación topográfica, es en la principal y mayor parte marítimo, como se ve a la distancia por su comercio activo, el número crecida de sus buques mercantes y de guerra construidos en la misma República, y como que esto era lo que más gastos causaba a la República en general, y lo que más llamaba su atención por todas partes, pudo creerse que debía sostenerse con los ingresos de derechos que produjesen el comercio de ultramar o con las naciones extranjeras.



Al ventilar estos puntos deben formar parte de ellos los negocios del Banco Nacional y de nuestro papel moneda, que todo él forma una parte de la deuda nacional a favor de Buenos Aires, deben entrar en cuenta nuestros fondos públicos y la deuda de Inglaterra, invertida en la guerra nacional con el Brasil, deben entrar los millones gastados en la reforma militar, los gastados en pagar la deuda reconocida que había hasta el año de ochocientos veinte y cuatro procedente de la guerra de la Independencia, y todos los demás gastos que ha hecho esta Provincia con cargo de reintegro en varias ocasiones, como ha sucedido para la reunión y conservación de varios congresos generales.]

Después de establecidos estos puntos y el modo como pueda cada Estado federado crearse sus rentas particulares sin perjudicar los intereses generales de la República, después de todo esto, es cuando recién se procederá al nombramiento del [Jefe] (Presidente) de la República, y erección del Gobierno General. ¿Y puede nadie concebir que en el estado triste y lamentable en que se halla nuestro país pueda allanarse tanta dificultad, ni llegarse al fin de una empresa tan grande, tan ardua, y que en tiempos los más tranquilos y felices, contando con los hombres de más capacidad, prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años de asiduo trabajo? ¿Puede nadie que sepa lo que es el sistema federativo, persuadirse que la creación de un gobierno general bajo esta forma atajara las disensiones domésticas de los pueblos? Esta persuasión o triste creencia en algunos hombres de buena fe es la que da [anza] (ocasión) a los [otros pérfidos y alevosos que no la tienen o] que están alborotando los pueblos con el grito de Constitución [para que jamás haya paz, ni tranquilidad, porque en el desorden es en lo que únicamente encuentran su modo de vivir.] El gobierno general en una República federativa no une los pueblos federados, los representa, unidos: no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás, naciones: [él] no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí. En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene previsto el modo como se ha de formar el tribunal que debe decidir. [En una palabra,] la unión y tranquilidad, pues, crea el gobierno general, la desunión lo destruye, él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa, y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede [ésta] sino convirtiendo en escombros toda (grandes males) la República. No habiendo [pues] hasta ahora entre nosotros, como no hay, unión y tranquilidad, menos mal es que no exista (esa Constitución) que sufrir los estragos de su disolución. (¿No vemos todas las dificultades invencibles que toca cada provincia en particular para darse Constitución? (Y si no es posible vencer estas solas dificultades, será posible vencer no sólo éstas sino las que presenta la discordia de unas provincias con otras, discordia que se mantiene como acallada y dormida mientras cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una tormenta general que resuena por todas partes con rayos y centellas, desde que se llama a Congreso general?)



Es necesario que ciertos hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto, envolverán la República en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras glorias, no debemos prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que dejando de serlo por haber llegado la verdadera oportunidad, veamos indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la Nación. Si no pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo hagan [enhorabuena,] pero procurando hacer ver [al público] que no tenemos la menor parte en tamaños (errores) disparates y que si no lo impedimos es porque no nos es posible.

La máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no se les pueda hacer variar de resolución es muy cierta; mas es para dirigirlos en su marcha, cuando ésta es a buen rumbo, pero con precipitación o mal dirigida, o para hacerles variar de rumbo sin violencia y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de llegar al punto de sus deseos. En esta parte llenamos nuestro deber, pero los sucesos posteriores han mostrado [a la clara luz] que entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de discordia, promoviendo y fomentando cada gobierno por sí el espíritu de pa2 y tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes entonces los cimientos empezarán por valemos de misione? pacíficas y amistosas por medio de las cuales sin bullas, ni alboroto, se negocia amigablemente entre los gobiernos, hoy esta base, mañana la otra, hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo y no tenga más que marchar llanamente por el camino que (la opinión pública le haya) designado. Esto es lento, a la verdad, pero es. preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada.

Adiós compañero. El Cielo tenga piedad de nosotros, y dé a usted salud, acierto y felicidad en el desempeño de su comisión: y a los dos, y demás amigos, iguales goces, para defendernos, precavernos y salvar a nuestros compatriotas de tantos peligros como nos amenazan.



Juan M. de Rosas

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